La escritura maya representa la culminación de los sistemas de escritura ideados en Mesoamérica, en donde la palabra se hizo imagen para hablar “a los que estaban por venir” de lo sagrado, del poder, del conjunto del tiempo, de la vida cotidiana y hasta de los juegos y pasatiempos.
Los mayas vistieron sus templos de textos escritos y redactaron libros en un sistema de signos en el que lograron visualizar la palabra y sus elementos: los sonidos y los fonemas.
Se ha hallado escritura tallada en piedra sobre estelas, altares, tronos, dinteles, edificios, pintada en cerámica, en la pintura mural y hasta en papel. Precisamente a estos manuscritos en papel denominados Códices empezaron a usarse durante el Clásico.
La literatura estaba al servicio de la religión, pues la relación con la divinidad fue para los mayas el eje de la vida comunitaria.
Así, al igual que la ciencia y otras disciplinas, el arte se concebía más como una expresión de lo sagrado que como una forma de creación personal o colectiva. La escritura misma era sagrada, y sólo la conocían unos cuantos hombres, por lo general sacerdotes, a quienes les eran revelados los designios de los dioses y las leyes divinas que mantenían el orden cósmico.
Así, los libros fueron objeto de veneración. En aquel entonces, los textos sagrados se leían en los rituales y ceremonias litúrgicas para que la comunidad fuera consciente del sentido de su existencia. En algunos de ellos se incluían textos de poesía maya.
Además, eran anónimos. A nadie se le habría ocurrido firmar su obra, pues los autores no eran vistos como tales, sino como meros transmisores de la voluntad divina y de la herencia espiritual de su pueblo.
Los mayas crearon una escritura pictográfica de alto colorido y sumamente compleja y la plasmaron principalmente en Códices, libros de papel amate doblados en forma de biombo, a los que los mayas yucatecos llamaban anahte.
De éstos, sólo han sobrevivido tres: el Dresde, París (Peresiano) y Madrid (Matritense o Tro-Cortesiano), por ser las ciudades donde actualmente se encuentran; estos Códices contienen, básicamente, información sobre los primeros conocimientos astronómicos y la invención del calendario. En cambio, hasta la fecha existen cientos de textos en piedra y en estuco, muchos de ellos sin descifrar.
Con la Conquista se perdió el conocimiento de la escritura maya; probablemente, lo que hoy conocemos como literatura maya habría desaparecido también de no haber sido por algunos nobles educados por frailes españoles, quienes se empeñaron en la tarea de preservar su historia, sus tradiciones y creencias religiosas escribiéndolas en su lengua materna, pero con el alfabeto latino.
De esta vasta producción, pueden distinguirse dos tipos de libros: los que fueron escritos con fines legales, y los que se convirtieron en los nuevos libros sagrados. Los primeros sirvieron a los mayas como títulos de propiedad de las tierras heredadas por sus antepasados; en ellos se estableció el origen de los principales linajes y se narraron los acontecimientos más importantes de cada pueblo.
Pero, a pesar de que, en apariencia, los mayas habían decidido convertirse al catolicismo, hubo otros textos nacidos de la necesidad de conservar la religión, las costumbres y la herencia mística prehispánicas; en ellos se recogieron los mitos cosmogónicos, buena parte de la tradición oral conservada hasta entonces, y los principales acontecimientos del momento.
Estos libros se leían en las ceremonias religiosas secretas, prohibidas durante la Colonia y castigadas con pena de muerte para todos los participantes. Por ello, fueron celosamente guardados por las principales familias de cada comunidad y traspasados de generación en generación.
Con el alfabeto castellano dio comienzo lo que hoy se conoce como “literatura maya”. Los más importantes son el Popol Vuh de los quichés; el Memorial de Sololá -conocido también como Anales de los cakchiqueles- y los libros del Chilam Balam de los mayas yucatecos, de los cuales el más conocido es el Chilam Balam de Chumayel, podría traducirse como Libro del adivino de las cosas ocultas.
Se trata de fragmentos de una docena de manuscritos que datan de los siglos XVI y XVII y que fueron escritos en diferentes pueblos yucatecos: Maní, Tizimin, Chumayel, Kana, Ixil y Tusik, entre otros. Contienen sobre todo, crónicas indígenas que registran diversos acontecimientos de la historia maya y que constituyen una referencia fundamental si se toma en cuenta que ninguno de los Códices mayas prehispánicos que se conocen trata de su historia.
Los códices
En los Códices, sus libros sagrados, registraron noticias, crónicas y hechos históricos; hicieron gala de la precisión de sus sistemas cronológicos y de su literatura y dieron cuenta de su arte, así como de sus conocimientos en astronomía, medicina y botánica.
Escribir un códice era, entre los mayas, un acto ritual que solo podían llevar a cabo personas muy especializadas que recibían en título de ah ts’ib y ah woh, términos que pueden traducirse como escribas y pintores, respectivamente. No cualquiera podía ser merecedor de alguno de tales títulos.
Para obtenerlos era fundamental poseer talento para dibujar o pintar. Siempre que los sacerdotes, como miembros de una clase dominante, descubrían entre los jóvenes alguno que tuviera algunas de estas habilidades lo seleccionaban para destinarlo al oficio de escriba o pintor.
Daba inicio en primer lugar su preparación, que tenía como punto de partida la transmisión de conocimientos profundos sobre la lengua maya y la cultura general de la época.
Más tarde se le especializaba en algún tema concreto: historia, astronomía, medicina, etc. Después de un arduo aprendizaje de varios años, el novel escriba estaba en condiciones de pertenecer a una clase superior poseedora de grandes conocimientos.
A partir de ese momento y de acuerdo con la especialidad adquirida, el joven escriba pasaba a residir en alguno de los centros religiosos, económicos o civiles que requerían de sus servicios: templos, tribunales de justicia, palacios y mercados, entre otros.
Ellos aran también los únicos que podían leerlos e interpretarlos, ya que la manera de hacerlo dependía del momento, de la situación y de quién los consultaba. La interpretación jamás era única y lineal, lo que dificulta el desciframiento de los códices. Como su escritura tiene varios signos para representar una misma idea, la lectura se vuelve rica en expresiones, pero altamente compleja.
El proceso de fabricación del un Códice era el siguiente: a las ramas se les arrancaba la corteza, de cuyo interior eran obtenidas capas de suave fibra. Con esta se producía una pasta, reiteradamente aplastada y aplanada hasta convertirla en hoja y posteriormente puesta a secar al sol.
El resultado eran largas tiras de papel de entre 15 y 25 centímetros de ancho que se doblaban cuidadosamente a manera de biombo en porciones iguales, que formaban las páginas del Códice. Estas páginas se cubrían con una capa de cal o almidón y, finalmente, con una preparación blanca de carbonato de calcio.
A cada página se le pintaba un grueso marco de color rojo y algunas líneas horizontales y verticales con lo que quedaba dividida en varios cuadros, dentro de los cuales se dibujaba un ideograma diferente aunque relacionado con los demás. Los temas tratados podían ocupar una o varias páginas.
Cabe suponer que escribir un Códice era una labor que requería del trabajo continuado de varios días. Cada figura se delineaba con tinta negra, fabricada a base de carbón. Para este trazo inicial se usaban como instrumentos espinas de maguey o astillas de huesos de pequeños animales, sobre todo de aves. Posteriormente se coloreaba el interior de la figura con un pincel más grueso fabricado con pelo de algún animal.
Darle color a las imágenes no tenía propósitos decorativos; por el contrario, tonos y matices eran totalmente simbólicos, ya que los mayas le conferían a cada color un significado especial relacionado don deidades diversas, la naturaleza o el cosmos.
Una vez concluida la coloración de un códice, éste se guardaba en habitaciones especiales dentro de los mismos edificios civiles o religiosos. De allí salía sólo en muy contadas ocasiones, cuando se requería para estudiar, interpretar o transmitir su contenido.
A los primeros frailes castellanos llegados al Nuevo Mundo los ideogramas que contenían los libros mayas les provocaron curiosidad y temor. La intransigencia inquisitorial hizo el resto y emprendieron una frenética y sistemática guerra a tales documentos.
Uno de los artífices de esa obra destructora fue el obispo de Yucatán, fray Diego de Landa (1524-1579), que mandó a la hoguera miles, de documentos. El 12 de julio de 1562 organizó un gran Auto de Fe en la población yucateca de Maní donde destruyó ídolos y objetos sagrados mayas, además de centenares de Códices. Tiempo después, cuando ya los mayas habían aprendido el alfabeto castellano hizo transcribir sus conocimientos a esa lengua, un trabajo con el que contó con la colaboración de varios indígenas mayas que le fueron relatando hechos importantes de su historia y sus tradiciones.
Sin embargo, tres Códices, sobrevivieron casi completos al fuego y el agua gracias a que, por caminos desconocidos, en algún momento llegaron al continente europeo, permaneciendo olvidados durante más de doscientos cincuenta años. Luego, debido a circunstancias muchas veces azarosas, fueron saliendo a la luz en Dresde (Alemania), París (Francia) y Madrid (España).
1. Códice Dresde
Trata de astronomía, religión y diversas ciencias y artes. Cabe destacar que cuenta con tablas astronómicas y calendáricas muy precisas, tanto del ciclo del planeta Venus como de los eclipses, y formula augurios sobre diferentes hechos y situaciones ligadas a la cosmogonía maya.
De los tres códices, el de Dresde es el más pequeño, está plegado en forma de biombo dividido en 39 hojas de 9 x 20,4 cm. pintadas en ambos lados con excepción de cuatro que tienen blanco el anverso. Extendido el documento mide 3,50 metros de largo y tiene 74 páginas pintadas con extraordinario cuidado y nitidez.
Para escribirlo utilizaron un pincel muy fino y los colores rojo, amarillo, verde, sepia, negro y el azul maya. Por sus diferentes estilos de escritura se cree que fue obra de, por lo menos, ocho personas, suponiéndose originario de Chichén Itzá. La fecha aproximada en que fue realizado se sitúa entre los años 1000 y 1200 y, posiblemente, aún estaba en uso entre los mayas a la llegada de las tropas castellanas.
Fue encontrado en Viena en el siglo XVIII: había sido llevado en el siglo XVI, desde Guatemala, como parte de los presentes que se ofrecieron a Carlos I de España, Emperador de Alemania. Fue hasta 1810 que Alejandro de Humboldt lo dio a conocer al mundo.
2. Códice París
A pesar de haberse hallado incompleto y en malas condiciones, sus glifos hacen gala de una gran calidad y complejidad técnica, que ha sido comparada con la de las esculturas y bajorrelieves de El Naranjo, Piedras Negras y Quiriguá, en Guatemala. Con dudas sobre su origen, se aventura que puede haber sido originario del área de Palenque, estimándose que data del s.XIII.
Se trata de un documento doblado también en forma de biombo que desplegado mide 45 cm. de largo. Doblado tiene 11 hojas de 24 x 13 cm. pintadas por ambos lados. En dos de ellas los motivos desaparecen totalmente y en el resto se han perdido los jeroglíficos de los cuatro extremos de la página, por lo que solo subsiste la porción central de cada una.
Trata básicamente de cuestiones rituales. Una de sus caras está dedicada por entero a la sucesión de katunes (períodos de 20 años) comprendidos entre los años 1224 y 1441, con sus correspondientes deidades y ceremonias.
En cada página hay la representación de un katún y el texto jeroglífico que lo rodea se relaciona con ritos y profecías. El reverso está formado por almanaques adivinatorios, ceremonias de año nuevo y un probable zodíaco con divisiones de 364 días.
Fue el segundo en aparecer en Europa, alrededor de 1832, en la entonces llamada Biblioteca Imperial de París, y el nombre de Peresiano se debe a que fue encontrado envuelto en un pliego de papel que tenía escrita la palabra Pérez.
3. Códice Madrid
Describe diversas ceremonias y artes mayas de carácter mágico. No todos sus jeroglíficos han sido descifrados. El documento, que mide 6,70 metros es el más largo de los manuscritos mayas conocidos. Dispone de 56 hojas dobladas en forma de biombo, lo que da una pieza con 112 páginas de 12 centímetros de ancho por 24 de alto. Se trata del Códice mejor conservado.
Es un texto de adivinación para ayudar a los sacerdotes a predecir la suerte. Tiene 11 secciones; la primera incluye ritos dedicados a los dioses Kukulkan a Itzamná; la segunda se refiere a las influencias malignas sobre los cultivos y a los ritos y ofrendas para regularizar las lluvias. La tercera sección está dedicada a un período de 52 años rituales. Las ocho secciones restantes aluden, entre otros temas, a la caza y las trampas usadas, los calendarios, la muerte y la purificación.
Apareció en España, en el siglo XIX, dividido en dos secciones, en poder de dos personajes llamados, respectivamente, Juan de Tro y Ortolano y José Ignacio Miró. Originalmente se le llamó Códice Cortesiano porque se pensaba que Hernán Cortés lo había enviado a España. Desde 1964, este códice está guardado en el Museo de América de Madrid.
Se estima que su origen podría haber sido la parte occidental de Yucatán y su fecha aproximada entre los siglos XIII y XV.
El Popol Vuh: El Libro de la Sabiduría
En las creaciones literarias prehispánicas, sin duda alguna el Popol Vuh representa la más importante obra producida por los pueblos mesoamericanos y el punto de partida para la historia de la literatura del continente.
Aunque se tienen informaciones fragmentarias y algunas veces contradictorias sobre su origen, es claro que el texto que ahora se conoce en los idiomas modernos proviene del manuscrito que recogiera entre 1701 y 1703 en lengua maya-quiché el dominico fray Francisco Jiménez, sacerdote de Santo Tomás Chuilá -hoy Chichicastenango-, en Guatemala.
El manuscrito, de autor o autores anónimos, estaba redactado en lengua maya-quiché y databa aproximadamente de la mitad de siglo XVI -cuando había sido escrito por indígenas letrados en su idioma original utilizando la escritura fonética prestada del español-, y estuvo oculto y guardado celosamente por el pueblo en Chichicastenango por espacio de siglo y medio.
El texto que hoy se conoce no corresponde a la versión original escrita por los indígenas anónimos, sino a la copia manuscrita hecha por fray Francisco Jiménez. Se encuentra en la Biblioteca Newberry.
La más conocida y aceptada de las traducciones al español proviene de Adrián Recinos, publicada en 1947 por el Fondo de Cultura Económica de México, con el título de Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché.
En su calidad de libro sagrado de los quichés, el Popol Vuh es el compendio de los saberes cotidianos básicos, de los mitos de la creación de todo lo existente, de los dioses del mundo visible y del inframundo, de los héroes civilizadores que realizan su gesta para ordenar y conferirle sentido al universo, del origen remoto de las tribus que poblaron el mundo maya-quiché.
Por esta razón, es el libro mayor de la sabiduría quiché y contiene relatos míticos de índole cosmogónica, antropogónica, etiológica, lúdica y didáctica que son la fuente fundamental del universo religioso e histórico de este pueblo..
Los diferentes nombres que ha recibido, como Manuscrito de Chichicastenango, El Libro del Consejo, Libro del Común, Historias del origen de los indios de estas provincias de Guatemala, Libro Nacional de los Quichés, o el Pop Wuh: poema mito-histórico kiché (Libro del Tiempo o de Acontecimientos), como lo llama Adrián I. Chávez, le confieren un carácter sagrado, pues representa la génesis más remota de la historia mítica de los quichés.
La concurrencia de relatos míticos e históricos de diferente índole, dotan al texto de un sentido trascendente y expresan la idea de la totalidad y del equilibrio, que son nociones esenciales para entender el simbolismo de sus manifestaciones religiosas.
Los Libros del Chilam Balam
Los libros del Chilam Balam son otro gran compendio de la primitiva mitología maya procedente de las tierras bajas de la península de Yucatán. También fue traducido al latín en el periodo colonial.
Toma su nombre del sacerdote-gobernante maya Chilam Balam, que profetizó la llegada de los españoles. Chilam significa «el que es boca»; es decir, el que profetiza; los chilames eran los sacerdotes que interpretaban los libros antiguos para extraer de ellos profecías, el conocimiento de los hechos futuros.
Para los mayas, el arte de profetizar era posible porque creían que el tiempo era una sucesión de ciclos cósmicos y que los acontecimientos, dependiendo de estos ciclos, podían repetirse. Así, a los chilames se les consideraba intérpretes de los mensajes de los dioses.
Balam significa «jaguar» o «brujo», y es, en realidad, un nombre de familia. Se dice que Chilam Balam fue un taumaturgo, un sacerdote del pueblo de Maní que vivió poco antes de la Conquista y que tenía gran reputación como profeta.
Cuentan que junto con otros sacerdotes, llamados Napuctun, Al Kauil Chel, Nahau Pech y Natzin Yubun Chan, predijo la llegada de una nueva religión; tras la Conquista, esto se interpretó como un aviso de la llegada de los españoles y del cristianismo.
Existen varias versiones. Las más famosas son la de Tizimin y la de Chumayel…, que toman el nombre de la ciudad de la que proceden. Cada libro del Chilam Balam lo guardaba el jefe, sabio o sacerdote de un pueblo o grupo. Para lograr su rápida identificación, al libro se le añadía el nombre de ese grupo. Además de los dos citados han sobrevivido los de Maní, Laua, Ixil y Tusik.
Al conjunto de estas obras se lo conoce bajo el título de «Los Libros del Chilam Balam». La mayor parte de los textos son de índole mística; otros, contienen síntesis de relaciones de hechos, aunque también con un sentido indudablemente religioso; otros, son cronologías extremadamente sintéticas llamadas «serie de los katunes»; y hay también fórmulas simbólicas de iniciación religiosa.
La última parte del manuscrito consiste, principalmente, en la trascripción de las profecías atribuidas al sacerdote Chilam Balam y a otros.
Los escritos míticos y proféticos están redactados en un lenguaje de alto contenido simbólico y con múltiples significados, en el cual se emplean metafóricamente objetos, colores y seres naturales para expresar ideas. Es evidente que con esta escritura se pretendía no sólo dar a los textos un carácter esotérico, sino ocultar a los profanos su significado verdadero.
Por el contrario, los fragmentos históricos asientan escuetamente los hechos y la fecha en que acaecieron, tal como debieron registrarse en los códices de la antigüedad. Destacan, particularmente, las narraciones de la Conquista, sembradas de lamentos, indignación y desprecio por la rapacidad de los españoles. Los mayas de entonces quisieron que estos acontecimientos no fueran olvidados por sus descendientes.
Aún deben existir chilam balames en manos de las comunidades indígenas que han resguardado sus tradiciones a pesar de los embates de la modernidad. Los chilam balames fueron escritos en papel europeo, en forma de cuadernos.
En general, su contenido es una recopilación de textos diversos redactados en diferentes épocas a partir del siglo XVI; los hay míticos, históricos -principalmente acerca de la trayectoria de los xiúes y los itzaes- proféticos, rituales, médicos, astronómicos y cronológicos, literarios, y algunos más no clasificados.
Conforme se deterioraban, los chilam balames eran copiados, lo que provocó numerosos errores de transcripción. También se les integraron nuevos textos, según el criterio de los depositarios; por lo tanto, las versiones que conocemos no son las originales, sino copias realizadas a finales del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII.